La Vida.

A veces oigo estas voces, bueno, no son voces, es como un eco lejano en el fondo de mi cabeza. Reverberan como gritos (gritos susurrados y cobardes) de insustancialidad. Intento afinar el oído y prestarles atención, para descifrar su mensaje.

Y oigo muchas cosas, entre las que creo descifrar muchas voces.

Y oigo muchas palabras.

Me hablan de lo probable, lo que tal vez sea, con su infinidad de posibles ramificaciones.

Me recuerdan a todos esos dioses de yeso. A todas esas montañas de polvo que intentan hacerme creer que son de acero.

Antes las odiaba. Ahora me dan hasta cierta lástima, porque no intentan hacerme creer nada, más bien se intentan convencer a sí mismas.

Pero hoy,

hoy he decidido que no son para mí.

No voy a enfrentarme a ellas, porque no hay nada que enfrentar.

Simplemente pasaré de largo.

He tirado los amuletos de niebla, los libros en blanco y los bustos sin rostro.

Ya no temo a los dioses de yeso.

Porque tengo balas de oro.