La Procesión de los Elefantes de Ónice

Por el tragaluz a veces alcanzo a ver el mar, a olerlo.
Sobre él desfila en arco una hilera interminable de lunas que se van estrellando una a una contra el torreón del acantilado que marca el fin del mundo para los amontonadores de piedras.

A pesar del escaso ángulo, a veces incluso alcanzo a ver, en lo más alto, un planeta hundido, inmóvil como una montaña en el fondo del océano. La corriente de estrellas fluye a sus costados sin tocarlo, mientras él permanece allí imperturbable, inquietantemente solo, como si no formara parte del cielo.

Los amontonadores de piedras lo llaman el ojo de piedra.
Dicen que saldré de aquí el día que se cierre.

Los Inhabitables

Acordamos ser dioses dinosaurios en nuestra propia extinción.
Gobernábamos el cemento y amábamos el viento en los sables; tejíamos nuestra realidad a arañazos.
De repente nuestros cuerpos eran toneladas de aire en aquel estado de sombra y sentimos desprecio por cualquier forma de retorno a uno mismo.
Nos llamaron indigentes
porque desenterrábamos monedas y buscábamos cajones en la basura.
Quisimos explicárselo con cerillas. Nos llamaron imprudentes.
Nos escribieron a martillazos en la pared de la iglesia.
Nos bautizaron con soles apagados.
Nada ni nadie nos volvería a crear jamás.

Caracoles y avispas

La ciudad estaba muerta aquella noche. La cubrimos con una manta y la sepultamos bajo tierra y pala. Aquel cadáver de cemento y asfalto sirvió de abono para la tierra y de ella brotó la naturaleza: estallaron cientos de flores por todas partes, todas ellas venenosas. Crecieron plantas trepadoras en forma de alambre y arbustos que apestaban como ceniceros, y hacia el cielo se alzaron árboles torcidos que tapaban la luz del sol y lo inundaban todo de ramas mustias que en vez de frutos daban cáncer o chatarra. Aparecieron hormigas carnívoras que se devoraban entre ellas, luciérnagas que emitían contaminación lumínica, caracoles que comían metales pesados, avispas que interferían con las ondas de radio y pájaros muertos. Todo era gris como la tos y aquella floresta en su fotosíntesis podía arrojar a la atmósfera más monóxido de carbono que una fábrica de armamento.
A la mañana siguiente amaneció nublado, las nubes estaban sucias y por mi calle seguían pasando tantos coches como cabían en ella: aquella mañana siguiente la ciudad seguía igual de muerta que siempre y yo seguía extrañando a mi tribu en Papúa, por mucho que ellos sigan siendo una panda de salvajes bebedores de sesos.