Caracoles y avispas

La ciudad estaba muerta aquella noche. La cubrimos con una manta y la sepultamos bajo tierra y pala. Aquel cadáver de cemento y asfalto sirvió de abono para la tierra y de ella brotó la naturaleza: estallaron cientos de flores por todas partes, todas ellas venenosas. Crecieron plantas trepadoras en forma de alambre y arbustos que apestaban como ceniceros, y hacia el cielo se alzaron árboles torcidos que tapaban la luz del sol y lo inundaban todo de ramas mustias que en vez de frutos daban cáncer o chatarra. Aparecieron hormigas carnívoras que se devoraban entre ellas, luciérnagas que emitían contaminación lumínica, caracoles que comían metales pesados, avispas que interferían con las ondas de radio y pájaros muertos. Todo era gris como la tos y aquella floresta en su fotosíntesis podía arrojar a la atmósfera más monóxido de carbono que una fábrica de armamento.
A la mañana siguiente amaneció nublado, las nubes estaban sucias y por mi calle seguían pasando tantos coches como cabían en ella: aquella mañana siguiente la ciudad seguía igual de muerta que siempre y yo seguía extrañando a mi tribu en Papúa, por mucho que ellos sigan siendo una panda de salvajes bebedores de sesos.

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