La Procesión de los Elefantes de Ónice

Por el tragaluz a veces alcanzo a ver el mar, a olerlo.
Sobre él desfila en arco una hilera interminable de lunas que se van estrellando una a una contra el torreón del acantilado que marca el fin del mundo para los amontonadores de piedras.

A pesar del escaso ángulo, a veces incluso alcanzo a ver, en lo más alto, un planeta hundido, inmóvil como una montaña en el fondo del océano. La corriente de estrellas fluye a sus costados sin tocarlo, mientras él permanece allí imperturbable, inquietantemente solo, como si no formara parte del cielo.

Los amontonadores de piedras lo llaman el ojo de piedra.
Dicen que saldré de aquí el día que se cierre.

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