En aquel lugar, con la garganta aun húmeda por el vino, contemplamos al titán de piedra y acero. Vimos el milagro de la sombra, y derramamos una lágrima de saliva por la guerra que iban a perder las hormigas. Sabíamos que pronto serían obligadas a rendirse.
Entendimos que no era la casa de Dios, entendimos que era su sepultura.
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